En la primavera de 2021 muchos responsables de Recursos Humanos, algunos economistas y un puñado de psicólogos y sociólogos de Estados Unidos comenzaron a notar una tendencia en el comportamiento social. Era suficientemente importante como para suponer un hito estadístico y, por supuesto, para recibir una etiqueta: me refiero a The Big Quit o la Gran Renuncia.
La gente volvía a las oficinas tras los encierros obligados por la pandemia de la COVID-19 y, en contra de lo que habría sido «normal», comenzaron a abandonar masivamente a sus puestos de trabajo por voluntad propia. No domino ninguna de las disciplinas que he citado, por lo que no tengo idea de las razones que hacen de motor a este movimiento. Al parecer el origen podría encontrarse en una combinación de factores, desde el aprovechamiento de los subsidios gubernamentales para situaciones de emergencia hasta el descubrimiento de las bondades del trabajo remoto.
Uno de los motivos que se repetían, no obstante, era mucho más «profundo»: mucha gente, tras encontrarse en una situación global extrema, se miró a sí misma, analizó sus prioridades, su estilo de vida, sus objetivos y decidió que, sencillamente… no les compensaba vivir para trabajar, en lugar de trabajar para vivir.
El último, que cierre al salir
Un movimiento similar —a muchísima menor escala— se está produciendo desde hace tiempo en el ecosistema de las redes sociales. Muchos usuarios han decidido reducir drásticamente su presencia y participación en diferentes plataformas; algunos incluso han abandonado por completo el «escenario» digital y borrado sus perfiles de manera definitiva. El seísmo más reciente, que ha incrementado este tipo de éxodos, lo ha provocado la compra de Twitter por parte de Elon Musk. Su caótica gestión y los movimientos que ha hecho como máximo responsable de la compañía —algunos de difícil calificación— han provocado ira, desencanto, indignación y un largo etcétera, además del cierre de cientos de cuentas de usuario, que buscan «prados más verdes» en otro lugar.
Pero no se trata únicamente del errático comportamiento de un millonario. Hace años que las redes sociales mayoritarias se han decantado como un espacio tóxico, propicio para la manipulación, un ecosistema ideal para la desinformación, un marco falsamente transparente y un lugar donde aparentemente se debate, pero donde en realidad se grita a una pared, a un bot o a un personaje amparado en el anonimato, en el mejor de los casos. La balanza lleva tiempo desequilibrándose y, quienes conocemos este entorno y llevamos muchos años en él lo sabemos.
… Y sin embargo las necesitamos
Hace casi tres años que mis perfiles personal y profesional de facebook carecen de actividad; Instagram ha dejado de interesarme como antes, porque ha pasado de ser un lugar de creatividad fotográfica a convertirse en un escaparate de vídeos creados por y para un sector de público al que no pertenezco; he dejado de atender a clientes que me solicitan servicios de gestión profesionalizada de redes, como ya expliqué aquí; Twitter, que ha sido mi espacio principal de actividad pública digital durante casi 14 años, empieza a perder atractivo y utilidad. Me planteo por primera vez que, como a algunos norteamericanos con sus empleos, no me compensa.
Muchos tertulianos y «todólogos» están recurriendo al mismo lugar común: debemos repensar nuestra relación con las redes sociales. En parte tienen razón, no pasaría nada por abandonar las redes sociales o, cuando menos, por darles mucha menos importancia y protagonismo en nuestras vidas. Es más, es casi seguro que sería incluso deseable y sano.
Pero las redes no han sido siempre el lodazal que son hoy. Y se ha demostrado, en distintos contextos, que disponer de un espacio abierto para compartir información, datos, ideas y pensamientos de manera «limpia» no sólo es útil, sino que ayuda a cohesionar y entender las dobleces de la Aldea Global. Que valen para comunicarnos, para construir, acortar distancias y crecer.
Pero no a cualquier precio
Es algo que afecta no sólo a quienes nos desenvolvemos profesionalmente en entornos digitales. Considero que es esencial disponer de un espacio digital de carácter público —especialmente importante este aspecto— que permita un flujo sano de información veraz, que haga posibles debates limpios y que no represente a toda la Humanidad, pero sí sea un reflejo algo más fiel de las características y aspiraciones de su comunidad de usuarios y no sólo de la fracción más ruidosa, politizada, maleducada y radical.
Desconozco si esto es técnica y económicamente viable, al igual que desconozco cuál será el futuro de las redes sociales que he citado aquí, pero está claro que algo va muy mal en todas ellas. Confío en que la tecnología sea fiel a su tendencia histórica y todo termine evolucionando, filtrando, desechando lo inútil y, en definitiva creciendo y transformándose. Pero no puedo dejar de pensar en las reglas inmisericordes del Libre Mercado, en los rigores del Capitalismo y en que, quizás, las redes sociales no sean otra cosa que el reflejo de lo que somos. Y esto sí sería jodido.